Nirvana evangélico
Recientemente anuncié en mi cuenta de FB
que me retiraba por un tiempo, para dedicar un poco más de mis horas a acercarme más a Dios que a mis
fans. En mi mente tenía unos días maravillosos en oración y lectura de la Palabra
de Dios. Pero, como muy de costumbre, Él tenía otra idea acerca de la misma cita.
El pasado miércoles en la noche empecé a
sentirme indispuesta del estómago. El jueves descubrí que mi estómago es
reversible luego de tanto vomitar. El viernes hice otro descubrimiento de mi
tracto intestinal y finalmente esa misma tarde no quedó más remedio que
internarme. Regresé a casa en el día de ayer, domingo, cerca del mediodía. Como
podrán imaginarse, todavía no he regresado a la órbita terrestre, mientras me
siento como si me hubiese metido en un aguacero de millones de meteoritos.
Fueron tantos los milagros, las bondades y
las misericordias de Dios en esos cuatro nefastos días, que sólo Él mismo podría
entender lo que pasa por mi mente y corazón al respecto.
Esta experiencia me trajo a la memoria un
encuentro que tuve hace unas semanas con un fiel varón de Dios, a quien conozco
hace muchos años y que tenía otros tantos que no veía.
Nuestra conversación no fue la mejor y, sin
embargo, sumó otra gran lección a mi vida. Luego de echar un pulso sobre lo que
él entendía que yo tenía que hacer para “agradar” a Dios (este tema se lleva
otra docena de párrafos), logré llamar su atención a lo que sí me acontecía. Esto me dio pena porque pude ver que estaba hablando con un
fósil religioso. Traté de llevarlo al plano de que mi mayor lucha con Dios era
por causa de mi muy polifacética e impredecible salud. En un fútil intento de
hacer una conexión con él sobre lo que ha sido mi salud, terminó diciéndome que
“¡cuántos hermanos darían estar pasando lo que tú has pasado!” Y a pesar de que
entiendo perfectamente de que él se refería a los hechos tras bastidores, de
que Dios mantiene una relación especial con Sus hijos más débiles, igual me dio
pena ver que tal vez él nunca se enteró de textos como “Misericordia quiero y
no sacrificios, y conocimiento de Dios más que holocaustos” (Oseas 6:6), por
mencionar uno. Finalmente se las ingenió para caer en el punto de partida, y eventualmente también terminó dándome pereza intentar explicarle de qué se
trataba este versículo. El que adolece de algún mal del cuerpo o del espíritu busca y necesita consuelo, fortaleza y apapacho, no una demostración de artes marciales evangélicas.
¿Alguien tiene una idea de cuántas
historias hay en la Biblia sobre personas buscando a Dios para sanación y
solución de sus problemas, creyentes o no? Yo no sé el número exacto, pero sí
sé que la Biblia está repleta de estas historias. Y también vemos como una y
otra vez al Señor le plugo responder favorablemente esa súplica, tanto a los
que sí creían en Él, como a los que no.
Cuando un hijo pasa por cualquier tipo de
aflicción o necesidad, lo natural es que acuda a sus padres por ayuda. Con los
hijos de Dios no es diferente. Hacemos exactamente lo mismo y dejamos a Su
justa, buena y perfecta voluntad la decisión final. Todavía no conozco a nadie
que quiera estar voluntariamente sufriendo constante y a veces intensamente . Y no es pecaminoso, ni anti-bíblico, ni de cobardes pedir al
Señor la liberación de una aflicción. El Mismo Señor Jesucristo pidió al Padre
ser librado de lo que Le esperaba, con tal angustia que sudó sangre (Lucas 22:41-44). Pero
cuando traemos a colación este pasaje, presentando defensa por causa de nuestra
súplica de sanación o liberación de la prueba, nunca falta una respuesta
extraordinaria, algo así como, “Es que el Señor sabía muy bien lo que pedía y
Él es Dios, así que Él sí podía hacer esta súplica al Padre.” La defensa descansa, Su Señoría.
Qué difícil se nos hace empatizar con los
caídos. Esto es tan triste y hace tanto daño. El mandamiento es que los hijos
de Dios nos amemos de una forma tal, o sea como Él nos ama, que haciendo esto
el mundo sabría que somos Sus discípulos, lo que quiere que, si así lo
hiciéramos, estaríamos testificando sobre Dios Mismo.
Qué fastidiosa y perniciosa manía de los
seres humanos, de manera especial mi gran familia de evangélicos que tanto amo,
de poner cargas sobre los demás que Dios no nos ha puesto. Como si quisiéramos que
los demás creyentes vivan en un nirvana evangélico.
Gracias a Cristo Jesús, cuya infinita ternura
nos invita a descansar en Él (Mateo 11:28) y por Su gracia nos promete la
libertad en Su evangelio (Juan 8:32).
Comentarios
Publicar un comentario